Mi mamá es de esas personas que necesita dejar absolutamente todo inmortalizado en imágenes. Uno de los más recurrentes debates familiares gira en torno a la cantidad de fotos que mis hermanas y yo somos obligadas a tomarnos en cada reunión y ocasión especial.
En lo personal prefiero las fotografías y los videos espontáneos, esos que realmente capturan la esencia de las personas y los momentos en su estado más auténtico.
Mis favoritos son los videos caseros de cuando éramos pequeñas. Uno de los que mejor recuerdo es en la casa de mis abuelos. En primer plano aparecen mi abuela con mi hermana y, en una esquina, en el fondo de la toma, me veo yo, de tres o cuatro años. Completamente inconsciente de que me estoy siendo grabada, me encuentro jugando con una taza con café, una cuchara y una servilleta. Con mucho cuidado, agarro café de la taza con la cuchara y lo vierto sobre la servilleta, que después de un par de cucharadas termina completamente empapada. Se puede ver cómo procedo a doblarla cuidadosamente, volteo a ver a todas las direcciones para confirmar que nadie me esté prestando atención y la escondo debajo de uno de los cojines del sillón.
No podría decirles qué pasó después con la servilleta y el sofá de mis abuelos, solamente afirmarles que nadie se habría enterado de que yo fui la culpable, si no hubiera sido por el primo que, años después, me delató en una de las tardes de domingo de maratón.
Lo que más me gustaría es poderme recordar cuáles eran mis intenciones con ese experimento. Para el ojo externo, yo era una niña traviesa. Si me preguntan a mí, yo no creo haberlo sido.
Considero que las travesuras implican una necesidad de desafiar las reglas e, incluso, pueden contener un poco de maldad. Yo simplemente era curiosa. Y es que así han sido siempre mis procesos mentales, cargados de un gran deseo por aprender, por saber, por conocer, por entender.
Cuando tenía cinco años, estaba jugando en la sala de la clínica de mi abuelo con unos dados de espuma gigantes que mi tía había hecho para que nos entretuviéramos. Cada vez que los utilizábamos, imaginaba apilarlos en un torre y escarlarlos para contemplar el mundo desde arriba. Finalmente, un día en que nadie estaba supervisándome, aproveché mi oportunidad. Me subí al sillón y los apilé uno sobre otro, retrocedí un par de pasos y corrí hacia ellos, buscando caer sobre el más alto.
Claramente fue una mala idea, y el chinchón que todavía sobrevive en mi frente es testigo de ello.
En otra ocasión, un par de años después, fui con mi mamá a la gasolinera. Nos bajamos del carro para llenar el tanque y vi un drenaje con rejilla de metal en el piso, a la par del carro. Recuerdo haberme quedado viéndolo y preguntarme si mi pierna cabría allí. Y claro que cabía. El problema fue tratar de sacarla. Para no hacerles la historia larga, los trabajadores finalmente lograron liberarme, pero no sin un par de moretes y raspones como recuerdo.
Y así hay muchas historias, de las cuales puedo recordarme con mucho detalle. Yo necesitaba comprender cómo funcionaba el mundo. Quizá sigo haciéndolo, solo que ahora temo un poco más a las consecuencias de mis experimentos.
Últimamente, ésta ha sido una reflexión importante. ¿Cuántas veces hemos escuchado frases sobre no desaprender habilidades que los niños tienen, como la capacidad del asombro o la inocencia?
Pero, ¿qué pasa con la curiosidad? Ésta muchas veces es vista incluso con una connotación negativa. “Es muy shute”, o “todo quiere/necesita saberlo”.
En mi opinión, la curiosidad es igual e incluso más importante que las otras dos. Es quien nos motiva a arriesgarnos a probar cosas nuevas, a ser creativos y a aprender. Su recompensa suele ser el mismo estado de exploración.
Nos impulsa a buscar soluciones a los problemas, a desarrollar nuestro pensamiento abstracto y nuestras capacidades de liderazgo. Es gracias a ella que hemos podido evolucionar, ya que está intrínsecamente relacionada con el aprendizaje. Su importancia radica en que predispone al pensamiento, permitiénonos ser más receptivos.
Así que, como reto de estos meses, me he propuesto practicar mi curiosidad. Quiero leer más sobre temas diversos, no sólo aquellos a los que normalmente recurro. Pretendo también evitar etiquetar algo como “aburrido” antes de darme la oportunidad de explorarlo y, especialmente, preguntarme constantemente sobre todo aquello que me rodea.
Los invito a unirse a mi ejercicio, seamos más curiosos, busquemos los qués, cuándos, dóndes, cómos y por qués. Recordemos que sin sed de conocimiento, en el mundo no habría progreso, ni esperanza.
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